jueves, 28 de junio de 2018

Sonríe






Tienes que subir ésa foto. Sí, la que te hiciste ayer, apoyada en esa pared de ladrillos. Pero a ver, antes necesito verla; no sonríes lo suficiente. Mañana iremos de nuevo. Volverás a inclinarte sobre ti misma mientras te dejas caer sobre el muro y, cuando gires levemente la cabeza, te reirás. No es tan importante la risa, el sonido, como que la sonrisa sea amplia y de tal forma pueda verse. Habrá varios intentos. ¿Cómo distinguir la foto correcta entre tantas? No te preocupes, lo sentirás al verla. Recuerda, la sonrisa debe ser inmensa, exagerada. Tienen que verse tus relucientes dientes blancos, la mueca será forzada, pero es la única forma de que cada una de las filas de 16 dientes nacarados se aprecien. Quizás, con el esfuerzo, la mandíbula acabe desencajándose e incluso la situación de los carrillos, sometidos a presión, resulte artificiosa; no importa, la naturalidad nunca fue el leitmotiv de este juego. Para capturar el gesto superlativo necesitarás achinar tus, ya de por sí, rasgados ojos y elevar la comisura de tus abiertos y estirados labios como si del repunte de una gráfica se tratase. La nariz se achatará, se contraerá sobre los pliegues de sus forzados cartílagos mientras ramificaciones de arrugas se forman en el contorno. Tranquila, los extraños apenas notarán los embustes, argucias y artimañas, ni éstas se mimetizarán dejando estragos en tu maltratado rostro, el deforme semblante nunca podrá ser relacionado con la expresión de psicópatas, desdoblados y maniquíes. Poco importa esa mirada impostada, la sonrisa de lata y la felicidad de paja. A nadie le interesa lo que el flash de tu móvil no es capaz de iluminar. Perdón, lo siento, no quería decir eso. Venga, alegra esa cara. Hagámoslo de nuevo, sécate las lágrimas y ensaya.



miércoles, 8 de febrero de 2017

Amor



Al llegar a casa encontró sus maletas en la puerta. Con las manos temblorosas y el corazón encogido salió de allí para iniciar otro camino. No se sintió desdichado sino más bien henchido, quien nunca supo lo que es amar no comprende la fortuna de aquel cuyo amor fue correspondido.

viernes, 6 de enero de 2017

Paréntesis



22 de diciembre. La fecha lleva más de un mes marcada en rojo en el calendario, y no porque la esperases con ansias, sino por ser un compromiso ineludible, como la comunión del hijo de un familiar lejano o la reunión anual con esos amigos de la infancia que el tiempo termina por distanciar. No te apetece, pero vas. Quizás para demostrarte que no eres el bicho raro que sospechas ser  y que aún te importa eso de los lazos afectivos o, al menos, para aparentarlo ante los demás.

Llegas pronto, la impuntualidad es algo que nunca nadie ha podido reprocharte. La cena tiene lugar en un ostentoso restaurante de la ciudad. La idea es del jefe, cómo no, empecinado en mostrarse pudiente de la manera más rimbombante posible; capaz de fumar cigarrillos Treasure Black de importación y de llevar exclusivos gemelos con partes móviles en el puño de sus camisas pero incapaz, eso sí, de arreglar la averiada cisterna del váter de tu planta de trabajo. Mientras recuerdas el regusto a heces de compañeros que debías soportar en cada visita al baño, éstos empiezan a entrar. Están casi todos, la velada comienza a engalanarse con falsas sonrisas y chascarrillos de catálogo. Al menos Javier ha venido, se sienta a tu lado. Belinda algo más lejos, fiel a la timidez que os tiene acostumbrados, ocupa una de las esquinas con la compañía más anodina de la empresa, el protagonismo lo acabará tomando en las distancias cortas; aunque solo contigo. Es recia, alta y desgarbada pero, contraria a lo seguridad que su aspecto puede sugerir, es retraída y su cuello sustenta una permanente mirada hacia abajo eludiendo todo contacto visual. Puro contraste. La noche se sucede con platos ridículamente pequeños que se justifican con nombres como “deconstrucción de…” y “esferificación de…”, entre lobotomizados maniquíes que agasajan y sonríen cualquier ademán del jefe por contar una nueva anécdota y, por supuesto, entre tus bostezos internos. Todo según lo previsto.

Agradeces que la cena finalice pronto, ahora, en el oscuro reservado del pub de turno, las rayas de cocaína son unas compañeras de empresa más. Te dejas llevar. Da igual quién las prepara, para Javier y para ti siempre hay una, te reservas el privilegio de chupar la pantalla del móvil. Contrarrestas el alcohol provocando un tenso equilibrio, eres Philippe Petit cruzando las Torres Gemelas sobre un cable de hierro. El funambulista seguro sobre el abismo. La mayoría de compañeros ya se han ido. Te aceleras, el efecto vasodilatador toma el control, pagas tu locuacidad con Belinda. Al día siguiente, como si de ensoñaciones se tratasen, recordarás  tu periplo con ella hacia el baño; pero no ahora, actúas por mero instinto.  Abstraído por las drogas, la música alta y una falsa sensación de libertad solo eres consciente de esnifar la última sobre su monte de Venus, antes de iniciar una larga embestida que terminaría por tu desánimo y flacidez. Te marchas.

Empieza a amanecer en el largo camino de regreso a casa, los rayos de Sol hacen la función de bálsamo. Te sorprendes a ti mismo, no estás en tan mal estado. Caminas seguro, sin remordimientos y con sensación de victoria, los excesos quedarán como anécdota de un día que ha sido excepción. Siempre te has tenido por una persona íntegra en lo que a valores y principios se refiere y el cruzar en una noche algunas líneas rojas no va a convencerte de lo contrario. ¿Será mañana otro día? ¿Acabará pesándote tanta transgresión? El cielo se está nublando. Un impulso te hace pasarte por una tiendecita que acaba de abrir, compras uno de esos juguetes coleccionables que a él tanto le gustan. Entras en casa, ambos duermen aún, el juguete lo colocas en su mesita de noche para que lo vea al despertarse. Siempre discutes mucho con tu mujer por el hecho de que los niños, hoy en día, reciben tantos regalos que eso les impide valorarlos; se convierten en una sucesión de objetos que pasan de sus manos a la estantería para no volver a ser usados. Así es como se les malcría, haciendo que no atribuyan a cada cosa el valor que le corresponde. Pero hoy qué importa. Será otra excepción, ¿Por qué no poder tener esa concesión, acaso no es Navidad?

lunes, 28 de noviembre de 2016

Anclaje

  

Desde que tengo uso de razón la recuerdo sentada en los bancos colindantes al bloque de pisos donde vivimos. Se pasa ahí todo el día, por obligación más que por convicción, junto a su madre anciana y el resto de amigas de ésta. Cuadran perfectamente. La madre y sus cuatro tertulianas ocupan, casi milimétricamente, con sus orondas posaderas, cada uno de los centímetros de superficie que el banco ofrece para sentarse. Allí pasan los días, en su reducto costumbrista, con  desgastados camisones y anticuadas conversaciones. Ella se mantiene al lado, en su silla de ruedas, con gesto torcido, la boca abierta y manos  deformes a causa de la artrosis; uno de los regalos con los que su enfermedad degenerativa la ha obsequiado. No habla, pese a comprenderlo todo, pues ninguna de sus acompañantes se dirige a ella. Ya es adulta, toda una mujer, pero la siguen vistiendo como a una niña.

No puedo evitar mirarla, lo hago sin reparo, desde mi balcón, una vez he acostado a los niños. Debe tener mi edad. Me pregunto si siempre fue así, si su mirada perdida alguna vez miró decidida, si la visión que tiene del mundo consiste en algo más que su pequeña habitación y el banco. Si pudo caminar. Si es consciente, cuánto, si piensa, el qué, si tiene preocupaciones, cuáles. Hoy hace frío, mucho, ¿A qué espera su madre para resguardarla? Qué mayor está, quizás estaría mejor atendida en un centro. No sé el por qué de tanta empatía. Pienso que soy egoísta por querer separarlas, será mejor que me acueste.

Esta noche, en plena madrugada, me he despertado sudando. He tenido un sueño. Cogí un trozo de papel que había en el cajón de la mesita de noche, no quería olvidarlo y lo escribí; a la  mañana siguiente, más lúcido, pude leerlo:

“Agarré su silla, nadie pareció mirarme, la dirigí durante un tiempo. Ella temblaba. Dejamos atrás los pisos, el banco, el posterior parque y las colinas. Llegamos a un extraño lugar donde solo había hierba negra. Ella habló, me dijo que nunca había estado allí. La hierba era larga, espesa, densa; se enredaba en los radios de las ruedas. Tomé el control, empujé con fuerza la silla hasta salir de ahí y llegar a una explanada de grava fina. Me miró a los ojos, corre, me dijo. Lo hice, tanto como pude, la silla empezó a vibrar. El reposapiés se desprendió, lo mismo sucedió con el reposabrazos, las barras de las crucetas salieron disparadas y las ruedas directamente desaparecieron, junto a los mangos de empuje. Paré, estaba exhausto. Ella no lo hizo. Seguía recta, a lo lejos pude ver como ya, sin asiento ni respaldo, flotaba avanzando por la explanada.”


Era temprano, los primeros rayos de sol y el olor a pan recién horneado entraban a la par por la ventana. Salí aún bostezando, quería un par de piezas. Entonces la vi en su silla, al lado del banco, estaba sola, su madre habría regresado a casa a por algún objeto olvidado y las amigas de la susodicha aún no habrían despertado.

-Buenos días –Dije, sin obtener respuesta alguna, mientras le dirigía una sonrisa y miraba su montura perfectamente ensamblada.

martes, 1 de noviembre de 2016

El agujero negro de nuestra habitación



Hay un agujero en nuestro cuarto. Un agujero negro que lo atrapa todo en el cosmos de nuestra habitación. Al principio era imperceptible,  minúsculo, pero podía sentirlo así que lo busqué. Apareció en forma de mota oscura justo detrás del marco de fotos de las vacaciones, ése que estaba en la estantería de pallets, esquinado, junto al pequeño cactus y tus antiguos libros de arte. Con el tiempo ha ido creciendo. No sólo eso, se ha desplazado. Recuerdo el día en que desperté y ahí estaba, con la forma de de una pequeña roca y el color del petróleo más crudo, junto al soporte que sostenía el televisor en la pared. Hace mucho de eso. Más tarde pasó a presidir la habitación, en el techo, justo encima de la cama, ahí donde paso el tiempo tumbado mirando absorto la oscuridad perpetua, el negro opaco del inmenso agujero de nuestra habitación.

Hace un año me despertaron unas gotas. Un lóbrego lodo caía arrítmicamente, provenía de lo más profundo del agujero de nuestra habitación. Me mantuve impávido, no sentí miedo, sólo quería dormir. Pude ver brillar, entre ensoñaciones, como si de la opalescencia fulgurante de una piedra preciosa se tratase, las extintas pupilas de nuestra pequeña. ¿Cómo disociar, cuando ambas confluyen en el recuerdo, la desdicha de la partida y la pasión del amor que os profesaba?

Las cartas siguen llegando a tu nombre y, una vez atorado el buzón, se acumulan en el umbral de la puerta. 

Se cumplen cinco años del accidente. La habitación ya no puede llamarse como tal, sólo es oscuridad donde andar a tientas, ni las caras pastillas del Doctor logran que entren partículas de luz a través de la ventana. He pensado en salir de la habitación pero sería absurdo pues una minúscula mota oscura ha aparecido hoy en mi piel. Puedo sentirla, la he buscado. 

domingo, 28 de agosto de 2016

Idealizar



Mi habitual piel pálida lucía un camaleónico y efímero tono tostado; me sentí satisfecho al estar bordando el papel de turista. Es medio día, los rayos del Sol caen perpendiculares haciendo que cualquier protección resulte inoperante y el asfixiante calor empuja a adentrarse en esa bañera gigante de agua salada, algas y excrementos encubiertos. Siempre procuro bucear con la boca cerrada. Con las yemas arrugadas  y los oídos taponados esperé en la orilla a que te despojarás de esa niña que se había apoderado de tu cuerpo adulto, que te impedía dejar de jugar con las olas. Te saciaste. Nos alejamos del mar para adentramos en el pajar de arena, y así buscar nuestra aguja con forma de sombrilla. Pensaba que la masificación era propia de Benidorm, no de una cala aparentemente paradisíaca de un pueblo mallorquín; pese a mi desidia la encontramos, más bien la encontraste, nos tumbamos. Las altas temperaturas secaron nuestros cuerpos al instante, quedando una fina capa de sodio blanco como única prueba del baño.

-Sólo sé algo con certeza sobre el verano –Espeté poniendo fin a un largo, y cómodo, silencio-. Es la más terrenal y banal de las idealizaciones del ser humano.

-No es por parecer estúpida, Gregor –Contestaste y, mientras unías nuestras dos toallas, que se habían separado de tal forma que una frontera de arena surgió entre nosotros, terminaste de apuntillar–. ¿Es necesario que te pongas tan trascendental siempre? Eres nostálgico al extremo, hasta tal punto que estás empezando a serlo de estas vacaciones que aún no han terminado. No lo niegues, te conozco– sonreíste tiernamente antes de continuar, no sin cierta sorna–. Aún te quedan dos días de vacaciones, cariño, y no se me ocurre peor forma de desperdiciarlos que caer en tu habitual ensimismamiento.

-Es precisamente lo contrario. Piénsalo, el verano es la idealización errónea y periódica de 2 meses al año, siempre te acabará decepcionando por no alcanzar las expectativas desmesuradas que en él tenías puestas. Todas tus ilusiones son depositadas en un reducto, en un oasis, del calendario; convirtiendo el verano en la necesaria redención a un año de frustraciones y esfuerzos. Con semejante perspectiva, ¡Ni un viaje estival a la Luna te haría sentirte realizado! ¿Cómo sentirse satisfecho, pues, una vez que éste acaba y eres consciente de que no significó ni la milésima parte de lo esperado?

-Ya sé por donde vas…Para colmo, cuando termina, debes readaptarte a lo mundano y empezar a autoengañarte para el siguiente verano.

-Ahora piensas como yo.

-Si no he dicho nada –Elevaste los ojos hasta dejarlos en blanco, pude verlo a través de tus gafas nacaradas, resoplaste–. No sé si reír o llorar ¿Ya estás, otra vez, imaginando que respondo lo que quieres escuchar?

-Soy racional sólo en la medida en que no puedo evitarlo. El amor y, por ende, la persona amada es de las pocas cosas que sí merecen ser idealizadas. Cariño.

viernes, 27 de mayo de 2016

Autoengaño



"Ya sabes que nunca me decantaré  por regalarte piropos a los oídos, no es mi estilo el agasajar, repudio el halago fácil al igual que tú acabarás por repudiarme a mí. Jamás te regalaré flores, ni sabré apaciguar tu enfado mediante comprensión o con una de esas conversaciones que reducen el fuego abrasador a una cálida llama. Seguramente no te merezca,  debido a mi falta de empatía o a mi taciturnidad, a que hace tiempo que no logro admirarte como te mereces; ni a ti ni a nadie. Eres mi enésimo intento de forjar “algo”, la enésima vez que me veo escupido por las olas, que naufrago en la orilla, que intento andar con paso firme en un camino que yo mismo adoquiné. Perdóname por mis regresos, aún más que por mis huidas. Por jugar contigo sabiendo desde un principio cómo esto acabaría, sé que en un primer momento resulto entrañable, que parezco un Señor Humbert moderno que no deja ver a los demás los monstruos que le carcomen. Pero están ahí, créeme. Cada vez más aislado, menos sociable, más ensimismado, paródico y enfermo; ya te habrás dado cuenta.  Siento que no quepas en mi refugio, atestado de cine, libros y complejos, pero sin hueco para ti.

Gregorio."


Se despertó en habitación ajena, la de un hotel perteneciente a una ciudad dormitorio de una gran capital. Era más temprano que de costumbre, bostezó tres veces y, mientras yacía bocarriba, observó el pecaminoso espejo situado en el techo de la habitación; justo encima de la cama donde se encontraba. Podía ver en él a su acompañante, una poco grácil mulata, presa aún del sueño. Desprovisto Gregorio ya del mismo, aunque la resaca perduraba, logró zafarse del entramado casi arácnido que las sábanas formaban alrededor de su pierna. Pudo vestirse y, mientras se liaba tabaco en papel de lenta combustión, dejó  cien euros en la mesita de noche próxima a su desahogo; hacía tiempo que había sido conquistado por la poca involucración que el sexo fácil le aportaba. Mientras abandonaba el hotel, sintiéndose más vacío que nunca, se hurgó en los bolsillos de su arrugado pantalón encontrando la carta que escribió el día anterior, tristemente se había convertido en una tradición con cada relación que había tenido; la animadversión que sentía por los móviles y la cobardía de hacerlo cara a cara descartaban cualquier otro método posible. Debía entregarla.


Era temprano, el amanecer iluminaba su cara de tal forma que la propia oscuridad que sentía parecía imperceptible.  Tras recorrer a pie menos distancia de la que hubiera deseado llegó a la estación de Cantaelgallo, estaba completamente vacía, compró un billete para el primer tren y lo tomó. Le resultaba raro, había cogido ese tren en multitud de ocasiones, pero no recordaba que el túnel que atravesaba a mitad de trayecto fueran tan sumamente extenso; la ausencia de luz en el mismo permitió que el cristal que tenía en frente le devolviese nítidamente su reflejo. Y entonces rió. Rió alto y durante un largo tiempo, por ver la caricatura en que se había convertido, por fallar tanto y a tantos, por auto imponerse que era único, complicado y diferente. Por no saber, ni siquiera, hacia dónde se dirigía el tren.